Argos. Revista electrónica de literatura
Argos (Online)
ISSN 1562-4072
Publicación trimestral
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Antõnio Torres
Según Nego de Roseno
Patroncito, deme plata.
—Y usted, hombre, ¿para qué quiere dinero? —dice el niño. —Deme plata para tomarme una. —¿No va a trabajar? Papá lo está esperando.
—Voy, pero he de tomarme una.
—Tome dos y vaya de una vez— dice el niño, poniendo las dos monedas en la mano del hombre y retirándose.
—Dios te ayude, patroncito.
Era martes y era el fin de todo —y el último ser vivo del mundo se estaba cayendo de borracho, no bien el sol había rayado.
Ahora no había más misa ni feria ni barraca ni bizcochuelo y la calle volvió a ser lo que siempre fue: una soledad única.
>El niño percibió eso al despertarse. Estaba solo. Como el padre, todos habían retornado a sus verdaderas casas, estanzuelas, cabañas miserables de los alrededores que, si se sumaban, daban más de siete leguas. Hasta tío Ascendino, el último de los beatos (el borracho no contaba) había abandonado su puesto y retornado a su ebanistería. Ahora sólo le faltaba el camino de la roza. Lo peor era la soledad. Era el hambre. Y así, con las tripas roncándole y refregando los dedos en los ojos para limpiar las lagañas, el niño fue descendiendo hacia la venta de Josías Cardoso. Iba a comprar un pan de agua y sal o un pan de maíz. Ahora podía comprar lo que quisiese, porque los tres billetes que el padre le diera compraban muchas cosas. Pero iba despacio. Allá en la roza su padre lo esperaba con una azada.
Felizmente no estaban sólo el niño, el borracho y el dueño de la venta. También estaba Nego de Roseno y su cachila parada en la puerta de la tiendita. La cachila era un poco más que el vehículo que transportaba una panza negra llena de níqueles de los roceros. Era el único orgullo motorizado de Junco y el premio justo para un hombre que pasara toda la vida cargando sus mercaderías a lomo de burro. El niño también estaba fascinado con el progreso de ese hombre y llegaba hasta inventarle la libertad de poder rodar, para arriba y para abajo, al volante de aquel camioncito que, quebrando y atollándose en los caminos, acababa siempre llegando a algún destino. Y tal vez fuese eso lo que él estuviese queriendo decir, en ese momento. Inmóvil dentro de la tiendita, como si fuese uno de los cajones que Nego de Roseno intentaba mudar de posición, el niño ahora admiraba la delicada manera como él, un hombrón desengonzado, arreglaba los frascos de perfume en los estantes. Y fue entonces que Nego de Roseno habló: ¿Quería alguna cosa? Quería, sí. Aquella camisa allí, ¿cuánto vale?
Costaba más que el dinero que llevaba, pero Nego de Roseno lo dejó por el dinero que tenía. Su padre es un buen cliente —dijo— le voy a hacer un descuento.
Su padre. Ahora precisaba inventar una buena mentira, para contar en casa. ¿Por qué se demoró tanto? Porque…
Tal vez se llevase una zurra.
Pero tenía dos panes en una mano y una camisa nueva en la otra —y eso, por el momento era lo que importaba. Una camiseta blanca de mangas caladas (diferente, moderna) la primera cosa que compraba en la vida con su propio dinero. Tampoco mandó poner los panes en la cuenta de su padre, como otras veces. El problema es que su alegría no estaba siendo mayor que su miedo.
¿Quién lo mandó demorarse tanto?
Cuando llegó a la ebanistería, tío Ascendino aún cantaba benditos. Era un viejo muy solitario que vivía rezando y rogando contra las maldades del mundo. Tío Ascendido paró de cantar, paró la azuela, ajustó los tirantes y mostró un camión azul al niño. Hice este para vos. ¿Te gusta el color azul?
El niño ofreció uno de sus panes al tío y el tío Ascendino aprovechó para hacer un café. En tanto esperaba, y ahora con una alegría redoblada por causa del regalo, cambió de camisa.
—Sólo está un poco holgada— dice tío Ascendino. Pero no queda mal. Cuando se lave, encoge. Y tú estás creciendo.
Olvidado del tiempo y de la azada y de la posibilidad de una zurra, el niño conversó mucho, como si fuese un buen compañero para el tío.
—Esta tierra sólo se alegra cuando hay misa, ¿no es?
—Es la pura verdad— dice tío Ascendino. Es una pena solamente tener misa de tiempo en tiempo. Estamos necesitando de un padre que viva aquí y que celebre misa, por lo menos todos los domingos.
—Así lo creo— dice el niño.
—Y tú, ¿cuándo vas al seminario?
—No lo sé, tío.
—Cuando te veo ayudando al padre, tan lindo, quedo pidiendo a Dios para verte un día en una sotana. Iba a ser el mayor orgullo de este lugar. Pero tal vez no viva tanto para ver eso.
Hay una hora cierta en Junco que da para oír una carreta de bueyes cantando del otro lado del universo. Entre las once de la mañana y las tres de la tarde el sol tiembla y hasta las cigarras paran de cantar. El niño iba por el camino atento a los hoyos. Atento al barullo de las ruedas de su camioncito que él empujaba con una horqueta.
El regalo del tío también sirvió de perdón por su demora. Lo que no le perdonaron fue el hecho de haber dado su dinero por una camisa que no valía nada. Burro, burro y bestia. Su padre ordenó: vuelve allá y devuelva esto. Traiga el dinero de vuelta.
Tenía que volver a la calle no había otra forma. Por el camino pedía a Dios que le mostrase por delante los tres billetes que ganara del padre y ahora se encontraban en las manos de Nego de Roseno. Si eso ocurriera, él se sacaría la camisa y volvería a casa sin tener que enfrentar al dueño de la tiendida.
Era una humillación tener que deshacer un negocio que hiciera por su libre voluntad. Pero si Dios no fuese a socorrerlo, mucho menos Nego de Roseno. Pidió el apoyo de Dirce, con los ojos húmedos. Dirce no se movió, pidió el apoyo de Neguinho, que un día había caído a sus pies, en medio de la calle, durante un ataque de epilepsia. Neguinho tampoco dijo nada. ¿Qué especie de hombre era? —preguntaba Nego de Roseno. ¿Compraba una cosa y después se arrepentía? Además la camisa estaba mojada de sudor. En casa, fuera de la azada, ahora lo aguardaba una nueva batería de amenazas y desarreglos. Y ese incidente iba a perturbarle el sueño durante un largo tiempo de su vida.
Como el día en que Neguinho se lanzó en el tanque viejo y murió ahogado, para vengarse de un sopapo que llevaba de su padre. En sus sueños el niño veía a Neguinho debatiéndose y echando espuma en el suelo, con los ojos abotonados y suplicantes, como si le estuviese pidiendo socorro. Esta escena se repetiría en noches al hilo. Por más que el niño rezase por el alma de Neguinho.
Sólo mucho después, cuando la camisa ya estaba rasgada y no servía para nada, fue que él dio el caso por cerrado.
Una noche, su padre volvió, un poco tarde de la calle y se quedó conversando con su madre. Estaba contando respecto a lo que oyera decir a unos hombres sobre el niño. Estaba yo, Josías, compadre Zeca y Nego de Roseno. El niño paró la oreja. Todavía no se habían olvidado de aquello.
—Ahí, Nego de Roseno dijo: da gusto oír a aquel niño hablar. Aquel niño es un hombre —contaba el viejo— los otros, todos, dijeron lo mismo.
Ahora sí, su padre estaba orgulloso.
Publicado originalmente en El País Cultural N° 515, suplemento del diario El País, Montevideo, Uruguay.